18/3/20
PROPUESTA DE TRABAJO -
CENS N° 86
LENGUA Y LITERATURA
1° 1°
PROF. TULA YAMILA
LENGUA Y LITERATURA
1° 1°
PROF. TULA YAMILA
ACTIVIDADES DE CONTINGENCIA
Material
para trabajar: Cuento “El Muerto”, de Jorge
L. Borges (en cuadernillo); “Réquiem con tostadas”, de Mario Benedetti, y “¿Qué
son los cuentos realistas?”, apunte de cátedra (en cuadernillo)
ACTIVIDAD 1.
1. Leer el cuento “El Muerto”, de Jorge L. Borges
y resolver las siguientes actividades:
PARTE 1:
a) Contar en no más de 15 líneas de que trata el
cuento
b) ¿Quién era Benjamín Otálora? Describirlo
física y personalmente
c) ¿Cómo Otálora conoció a Bandeira?
d) ¿A qué se dedicaba Bandeira?
e) ¿Cuál era la ambición de Otálora?
f) ¿Qué secreto le confía Otálora a Suárez?
g) ¿Cómo finaliza el cuento?
PARTE 2:
Definir:
a) personajes principales y secundarios
a) personajes principales y secundarios
Los personajes principales son los protagonistas de la historia,
es decir, los personajes centrales y
Los antagonistas (generalmente
es uno solo) que representa la oposición al protagonista y cumple el rol del
villano.
Ejemplos: personajes principales:
Batman (protagonista); guasón (antagonista)
Además, están los personajes secundarios que
acompañan al protagonista o suelen aparecer de forma frecuente. Ayudan a
entretejer la historia de los protagonistas.
Para más ejemplos ver
cuadernillo-género narrativo-clasificación de personajes
b) Espacio (lugar/es en donde
se relata la historia)
c) Tiempo (fechas/momento
histórico)
d) Conectores (identificarlos y
clasificarlos)
FECHA
DE ENTREGA: MIÉRCOLES 25 DE MARZO
ACTIVIDAD 2.
1.
Leer el texto ¿Qué son los
cuentos realistas? del cuadernillo, enumerar las características de este
tipo de cuentos y ejemplificarlas con los cuentos “El Muerto” de Borges y
“Réquiem con tostadas” de Mario Benedetti.
FECHA DE ENTREGA ACTIVIDAD 2: MARTES 31 DE MARZO
CUALQUIER DUDA QUE TENGAN ME
ESCRIBEN
A
PROFEYAMILATULA@GMAIL.COM
CUIDENSE MUCHO Y A SUS FAMILIAS
CARIÑOS.
PROFE YAMILA
RESPUESTAS:
LES ADJUNTO EL MATERIAL POR SI ALGUNO NO PUDO
AÚN COMPRAR EL CUADERNILLO
El
muerto
[Cuento - Texto completo.]
Jorge Luis Borges
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un
triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en
los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de
contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así,
quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un
recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los
confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me
sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este
resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve
años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre
vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo
inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de
la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo
Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y
crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y
tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en
un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un
cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el
puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el
entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y
de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo,
rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira
da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su
rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su
empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno
más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa
con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego
los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol
bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado
para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya
pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no
extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el
paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha
compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo
sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el
patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora
nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo
Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo
pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre
animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta;
hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta,
una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa
vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo
mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así
nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura
inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del
carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a
entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las
boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el
sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de
aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque
ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque,
ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien
opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso,
que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de
ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora
entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el
contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a
contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para
volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y
toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que
el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que
todos sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a
Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy
grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último
patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que
está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el
mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente
humillado, pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un
balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden
de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay
un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y
se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece
disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las
grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un
golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha
entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa
con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la
campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la
mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte.
Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la
interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el
último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y
menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no
tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un
forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que
es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después,
que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha
retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y
una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de
intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de
barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o
guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera
abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a
mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que
ganar su amistad.
Entra después en el destino de Benjamín Otálora un
colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero
chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un
símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega
también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La
mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él
aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo
Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica
maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas;
Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone.
Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de
peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su
ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora
no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El
universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en
campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar
de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa
tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa
tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con
la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y
niegan que hayan ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe.
Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de
rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la
agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen
cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente
rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho,
erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es
un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que
gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan,
se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad
a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado.
Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el
jefe le ordena:
-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora
mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere
resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora.
Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el
revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han
traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el
mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya
estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.
Réquiem
con tostadas
[Cuento - Texto completo.]
Mario Benedetti
Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para
entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace
mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la
época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y
Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor
lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó?
Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así
que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué
tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un
buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo.
En casa, o
reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi
exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces
más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo.
Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los
tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos.
Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni
siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la
noche se despierta llorando. Es el miedo.
¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le
parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón
para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en
cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero
el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos
empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante,
pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo:
porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o
porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque
tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de
llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se
mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia.
Ella era
consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá
cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me
acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era
una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente
y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo
llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a
un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba
de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con
los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un
bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo
precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe
nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los
arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de
su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma.
No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero
la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si
ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy
bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el
mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de
papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para
darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de
alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar
hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se emborrachaba,
ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en
que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy
distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un
tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a
nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera
seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó,
y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de media noche, con un olor
a grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también
se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de
que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía nada, claro,
porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo.
También yo le tenía miedo, no sólo por mi y por
Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para
hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que
el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a
golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía
entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted
se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y
otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares
decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera.
Después que
pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo
estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se
pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían
opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron
las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando
yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le
reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que
era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara
va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante
para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré
decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos.
Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y
sentía no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla
de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan
agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se merecía.
Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era
inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo
peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque
ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca
embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras casi
azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad,
se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes
de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más
apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia.
Además, una noche llegó un poco tarde (aunque
siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta
que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de
que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y
después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me
preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los
últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se
trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé
contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso
de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por
eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue
algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la
quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al
Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude
odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre.
Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de
mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí.
También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto
tiempo estará preso.
Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por
lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta
extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la
mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a
pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré
hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de
que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted
cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa
tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos?
No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó
más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá.
Yo pienso
que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño,
necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque mamá
era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando
usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el
mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto.
A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy
callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de
que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es
algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.
FIN
¿QUÉ SON LOS CUENTOS REALISTAS?
Los
cuentos realistas son relatos que
narran historias basadas en hechos reales o imitados de la realidad y su principal condición es la verosimilitud, es decir, crear el efecto de que lo que
cuenta puede ser cierto.
Por tanto, el cuento realista es una representación seria y a veces trágica de la realidad. Generalmente el autor parte de la observación directa de su entorno y lo refleja en sus obras.
Por tanto, el cuento realista es una representación seria y a veces trágica de la realidad. Generalmente el autor parte de la observación directa de su entorno y lo refleja en sus obras.
¿Cuáles son las características
del cuento realista?
• Si bien son productos de la imaginación
del autor, siempre se busca que resulte creíble.
• El escritor realista trata de narrar los hechos con objetividad y para lograrlo se vale de la observación
directa. Por lo general utiliza la tercera persona gramatical y adopta
la posición de narrador testigo u omnisciente.
• La caracterización de los personajes incluye los rasgos físicos pero, también, los psicológicos. Son presentados como seres reales y
sencillos (trabajan y viven en forma común).
• Suele haber descripciones claras y precisas que
sirven para acentuar el realismo de la narración.
• El lenguaje suele imitar al
que es propio de la condición social y de la edad del personaje. Este puede
incluir habla local y modismos.
• El lugar y tiempo en que
transcurren las acciones son reconocibles para
el lector, pues pertenecen a una región geográfica o a una época determinada.
• Además de los detalles sobre los lugares, se describen
las costumbres y los hábitos, para enriquecer a los personajes.
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